lunes, 26 de marzo de 2012

Viajando en el Metro.

   La mayoría de las personas que habitan en esta ciudad tienen una queja común y constante: el servicio que presta el Metro de Caracas. Sea porque hay una falla eléctrica o de otra índole o por el arrollamiento de un usuario lo que causa el retraso, sea por los que practican la economía informal, los famosos "pedigüeños" o por los usuarios inconscientes, todos tenemos al menos una queja diaria sobre el servicio prestado. Esta vez les voy a contar una historia distinta de esas a las que estamos acostumbrados y que nos hace pensar que Caracas (y el metro) a veces puede sorprendernos de manera grata.


   La duración del viaje en metro la tengo calculada entre los 30 y 40 minutos para llegar "bien" a mi destino regular. Este día del que les hablo, demoré ese mismo tiempo en apenas llegar a una estación. Lo distinto, si se quiere, de otros retrasos por fallas que he vivido, es que esta vez iba sentada y además el viaje, créalo o no, fue hasta agradable y placentero. La razón: música.


   Dos puestos más alejados desde donde estaba sentada se encontraba un grupo de extranjeros, con un acento y un cantadito bastante particulares, armados sólo con una guitarra, un cajón y sus voces. El joven de la guitarra empezó probando con algunos acordes, luego se le unió el del cajón y, finalmente, la muchacha que los acompañaba les prestó su voz. Todos los que estábamos en el vagón nos dijimos: "listo, lo que faltaba, ahora estos se van a poner a cantar y a sacarnos los reales". Pero, contrario al pensamiento común, lo menos que hicieron fue eso. Recuerdo que uno de ellos, al finalizar una de las canciones (que me paró hasta los pelitos de la nuca, por cierto) hizo el comentario de que estaba extrañado de que la gente no aplaudiera, la razón: estamos tan acostumbrados que, al final de cualquier canción -buena o mala-, nos digan la famosa frase "weno señores pasajeroj pueden colabora' con lo que deseen y lej salga del corazón", que por eso no sabemos si aplaudir o darles dinero.
   
   En todo caso, entre los anuncios del operador por altavoz y las quejas de algunas de las personas, las sonrisas de otras y el coro de otras pocas, estos jóvenes de los que les hablo no dejaron de cantar, cambiando completamente el ánimo de los que estábamos ahí, creando un ambiente menos hostil. Llegué tarde, eso sí, pero con una sonrisa de oreja a oreja y con las ganas de agradecer infinitamente a esas personas que hicieron de este viaje en metro el más agradable de todos, demostrándonos que de algo malo se puede sacar algo bueno. (De más está decir que duré toda la tarde tarareando las benditas canciones) 


   P.D.: Igual me quejo del metro