lunes, 14 de noviembre de 2016

El poder de la oración

¡Qué abandono, Dios mío!

No. Esta no es una queja contra Dios, es una queja contra mi misma por haber abandonado este espacio. Han pasado muchas cosas (nuevas) desde la última vez que escribí algo y no me excusaré diciendo que es que no tenía tiempo para escribir, ¡no! Al contrario, he tenido tiempo de escribir, pero así como he tenido tiempo para escribir también lo he tenido para holgazanear, ¡qué le vamos a hacer, así somos los de este lado del charco!.

Pero bueno, hoy tampoco he venido a hablar del abandono que le he tenido a este rincón del cual soy dueña y señora (demos gracias a Dios que no me lo expropiaron todo el tiempo que lo tuve ocioso, amén), sino vengo a contarte, estimado y querido lector o lectora de una de estas "muchas cosas nuevas" que han pasado desde la última vez que escribí.

Corría el mes de julio de este año y, como cada día, desde los últimos dos años (en aquel entonces sólo habían pasado un año y cinco meses), estaba pensando en él, en el lunático de ojos claros y cabellos oscuros- como Braulio, el de la canción de Shakira-: ¿cómo estará? ¿estará vivo? ¿me recordará?, y recordando una vez más, entre sonrisa y nostalgia, todas las cosas que habían pasado, las que no pasaron y las que podrían pasar, miré al cielo y desde el fondo más oscuro y recóndito de mi corazón dije: "Diosito, quiero verlo". Así, sin más, sólo una cosa pedí, pero vaya que fue con todo mi ser.

Y claro, de pronto pueda parecer un pedimento tonto si no valoramos todo lo que había alrededor de ese pedimento, ya que, desde que "nos separamos" yo la había pasado mal, emocionalmente mal. Sí, ya sé que soy una malpegada y que no supero a "la gente" con la que he salido, pero es que esto que me pasó con este loco fue otro peo. Todo fue muy rápido, muy corto y muy intenso. La verdad marca mucho esa persona con la cual has vivido la mayoría de tus "primeras veces".

Recuerdo claramente la última vez que nos habíamos visto, incluso el día lo recuerdo con exactitud: Fue el 05 de febrero de 2015, un viernes, alrededor de las 6:30 p.m. No puedo explicar el sabor tan agridulce que me producía nuestro encuentro. Por una parte, yo estaba re-feliz porque podría verlo, tocarlo, olerlo, escucharlo, ver que estaba bien y que estaba vivo; pero, por otra parte, ya sabía que esa sería la última vez que nos veríamos y que hablaríamos sobre aquello que pasó entre nosotros, como especie de cierre, o lo que es lo mismo "se te quiso, bo-rra mi nú-me-ro". 

Para hacer el cuento corto, quedé desvastada después de ese encuentro. Eso iba más allá de la tristeza y, con el tiempo, toda esa tristeza se volvió frustración, angustia y ansiedad. Quería hablar con él pero no podia porque "que ladilla esta caraja", no podía verlo porque ya no vivimos en la misma ciudad, no podía llamarlo porque "¿qué quieres?", y así, un sinfin de cosas que me herían. Sólo me quedaba una última cosa por hacer que no "comprometiera mi integridad" (¡sí, claro!): ¡stalkearlo!. Pero eso sólo me llevaba a más tristeza, más angustia y más ansiedad y mucha, pero mucha frustración. 

Y así se me fue el año 2015 y parte del 2016, hasta que un día dije: "¡Basta!, no puedo seguir en este sinvivir, de estar stalkeándolo y sufrir. Debo ser fuerte". Lo que es estar determinado en la vida, ¿no? Dicho y hecho, decidí seguir adelante, hacer las cosas que me gustan y que queria hacer, por mi y para mi, aunque cada día lo recordaba y le pedía fervientemente a Dios que lo cuidara, que lo protegiera ¡y me lo llevara con bien! Ja ja ja. 

Pero justamente ese día de julio, mi corazón no pudo más y lanzó al cielo esa tonta e insignificante plegaria. Lo que yo no sabía es que justamente ese día yo tenía línea directa con Dios. De haberlo sabido hubiese pedido otra cosa (un millón de dólares, por ejemplo. Que tumbaran al Gobierno y saliéramos de esta bazofia de narcogobierno boliburgués, por citar otra cosita chiquita), pero eso era lo que más quería en ese momento: verlo.

Recuerdo que llegué a mi casa, hice las mismas cosas que siempre hago y me acosté a dormir. Al día siguiente, al ver la hora en mi teléfono, observé que tenía un mensaje de un número desconocido "Qué ladilla Movilnet y sus mensajes" Pero no, era él, ¡ÉL! Él que no me había escrito/llamado en meses aparece por obra y gracia de Dios (suena más bonito "por arte de magia", pero ¡semejante herejía y paganismo hablar de eso en este espacio chico!). Ah, qué felicidad... y qué miedo.

Nos vimos y pasamos la noche más encantadora que yo haya tenido con alguien -con un chico, más bien-. ¡Hey! no se crean, no estuvimos juntos, solo cenamos y hablamos. Hablamos mucho. De todo. Y de nosotros.

Y por fin todo aquello que siempre había querido decirle, sobre lo que sentía cuando estábamos juntos y cuando no, pudo llegar a su destino. Todo aquello que tuve que reprimir durante todo ese año y medio por fin pudo ser escuchado... ¡y valorado!. No. Tampoco volvimos. Sólo fuimos sinceros el uno con el otro y el encuentro resultó ser un cierre para ambos, creo que más para mi, pero cierre al fin. Toda esa tristeza, frustración y ansiedad ya no tenían asidero dentro de mi, se fueron por un caño, ¡ah, que sensación tan agradable y placentera eso de "dejar ir"!

Lo que vino en los meses siguentes ya no reviste importancia, lo que quiero enfatizar o hacer ver con todo esto es: Primero, dejar ir. Sí, dejar ir, sea a una persona, sea a esas emociones o cosas que te hacen sentir mal, de verdad déjalas ir, queda una livianita como una pluma. Segundo, determinación. Para lograr las cosas que quieres debes estar determinado o determinada a hacer algo para cambiar aquello en lo que deseas ver una diferencia, creo que la determinación te mantiene enfocado en el propósito a lograr.  

Por último y no menos importante: ¡el poder de la oración!